Henos
allí sobre el umbral del puente, sentadas junto al murito que precede el inicio
de la subida. El puente es un camino que flota sobre el río. No se cae, es
macizo, más bien largo que ancho y se sostiene, firme se sostiene. Nosotras
estamos allí sentadas sobre el origen, o final dependiendo de donde vengas.
Porque el puente va y viene. Y allí estamos, sencillamente estamos. No
esperamos nada. No esperamos a nadie. Estamos una junto a la otra, hombro
contra hombro, con la frente en alto mirando hacia la lejanía. La lejanía que
de a poco borra los caminos, las casas más cercanas, el pueblo. La noche ayuda
a que todo de a poco desaparezca, se difumine. Es de noche, sí y nosotras
estamos allí. El puente nos sostiene. La luna se posa sobre la escena y casi
que es la única luz que queda. El río que nada debajo del puente refleja como
puede la luz lunar y con su andar nocturno dibuja siluetas, formas imprecisas. Genera
contrastes, relieves, movimientos. Allá, donde todo está borrado, aparece con
orgullo una segunda luz realmente imponente. No importa qué sea. Nos
encontramos frente a la gran seta solitaria que ilumina sin pudor, acompaña a
la luna y tiñe a la noche también de amarillo.