Con los ojos
en el suelo
el paso hace
avanzar los dibujos
de las
baldosas gastadas,
algunas
rotas, otras manchadas.
Las líneas
se separan y unen
formando semicírculos
y
figuras
imprecisas.
Si el paso
avanza,
desaparecen algunas
ranuras
quedando solo
algunas filas marcadas.
Y si el
cuello duele,
hay que
levantar cabeza
y mirar los
árboles, quizás.
Mirar sus copas
que ya no son copas.
Son ramas
que se separan
y unen, hojas
que se caen y reinventan
dando la
ilusión de que algunos
hombres
diminutos se encuentran
sobre ellas,
bailando y cantando.
Y si uno
mira al frente,
en la ciudad
atestada de personas,
de edificios
que quieren tocar el cielo,
ventanas que
se repiten
una tras
otra, cables merodeando los techos,
palomas
divagando y entre todo eso,
si uno tan
volado no está,
puede advertir
que el
horizonte se ha perdido, que
por más que
uno rebane los edificios
y vacíe las
calles, siempre hay más.
Más cosas
que se repiten una tras otra:
tachos de
basura, faroles, kiosquitos,
parquímetros,
cabinas de teléfono,
carteles,
persianas, adoquines,
adoquines
y adoquines.